Recuesta su cuerpo como cada semana debajo de la reproducción de un cuadro de Kandisky. Lo observan los lomos de algunos libros, entre ellos las mujeres de Freud y escritos de Lacan que, mudos, no pueden faltar.
Oye pequeñas toses y asentimientos, mientras enhebra su rapsodia semanal, un haz de dialogo logarítmico que lo hace sentir más liviano cuando vuelve a la calle y sienta que las peatonas le sonríen aún cuando lo persiga la misma ecuación.
Incógnita semejante a un quinto grado con distinta manera de pensar, ese intento de despejarse para dejar solo siempre apenas una forma geométrica retorcida y general.
¿A que velocidad giran los discos? me mide el joven de rulos con pinta de granjero en el mercado de pulgas de la Plaza Rocha en un mediodía templado de marzo.
La pregunta es la respuesta al sitio donde podré encontrarlo cuando vuelva (con gusto) a la ciudad. De a poco va llenando las bateas del local 33 en una galería sobre la Colón, enfrente de la calesita que pasa muchos hits de los ochenta y que de noche destaca por sus luces de ensueño.
Como buen feriante, Inquirió al verme atraído, entre otras, por la portada de uno de Pretenders, el primero o el segundo, ninguno de los dos tuvo certeza. Era el de los cuatro con sus mejores caras de pose sobre fondo blanco para la inmortalidad y el nombre de la banda modo presentación en el ángulo superior de izquierda a derecha.
Peaceful, te echo de menos desde que es así ya no tiene razón para escribirlo, pacífico otra vez in a Blood Street. Peaceful, como aquella canción de frases sueltas imágenes al azar para escucharla, pacífico de nuevo on a lonely road. Peaceful, te busco en el aire en cada partícula tu rostro azul, pacífico mirar with a sad eyes. Peaceful, como vieja pintura: sus tonos opacos de callado gentío pacífico morir in a desert night. Peaceful in a Blood road, on a sad street, in a desert eyes, with a lonely heart.
Y cuál es la gracia, qué me decís de comer apiñados en Los Inmortales, en una mesa puesta entre otras, mirando de coté a Carlitos que sonríe y a Razzano que acompaña, entre parejitas primerizas que pasean por Corrientes con alguna gala alimentando al mercado pavote del humor de dorapa, que es como ir a verlo a tu tio canchero para reírte y dejarlo ahí en su sala, secándose al sol de neón. O sino apiñado contra la veteranía de cinco que se mantienen bien, festejando el cumpleaños de la más osada para vestirse, con un pobre short blanco estilo playa. Si habré creído estar en la costa con este vientito de río que dan ganas de hacerse panadero y que nos asaltó por Lavalle, antes de elegir al sitio que nunca muere, con el Gordo Porcel como Mateo en la vereda distrayendo a cualquier familia tipo desprevenida con su celular a mano para captar ese tipo de momentos, del esparcimiento, del paseo metropolitano, del megastomiplataqueganéconmiesfuerzo en teatro, pizzas con un sinfin de quesos, libros de saldo o libros de cuarta, cotillón o golosinas, cigarrillos o tal vez alguna cosita para decorar el ambiente o alguna bisutería africana para regalar. Mientras los autos pasan, apiñados también, con otras familias o con individuos con pies de barro: pronto no van a quedar próceres ni en billetes; ahora sobran animales como los que protagonizan fábulas perfectas donde papá león es bueno y trata disciplinar a cebras, elefantes y compañía por ser más bello, piola y poderoso, aunque esto último sea un atributo que no garantiza una melena tupida.
Y mientras me ducho la radio Buenos Aires de ocho a diez entre clásico y clásico anuncia en su tanda que es inminente que ya llega el pañuelo humedecido con las aguas del Jordán.
El vaivén de la figura hecha por la
moza al irse indica la hora de partir, atravesando el parque de noche. Hay
eclipse de perros que es parecido a no verte más, perdida en otro agujero
negro. Una oración que se traspapela entre los dientes de un mendigo y ya no
habrá rumba que preceda a la soledad.
Me pierdo entrecerrando los ojos,
achinando una visión de sentido. Pienso, también, en una mentira que me
tranquilice o cualquier deseo para sentir un halo de vida, por más que mañana
tropiece al despertar. La quinta esencia es la noche; la locura, este eclipse
que husmea los tobillos en procura de una razón perdida. Lejos, aunque no tanto,
se acumulan los toneles de tiempo muerto y acaso ¿en qué idioma hablaste de mi?
Siendo un propio coto donde no se cazan ni perdices, tal vez en aquella memoria
de calles de tierra o de ombliguitos que te miran a los ojos esté tu verdadero
sentido.
Porque cuando se camina sin rumbo lo
que sobran son conjeturas y absurdos ejercicios contrafacticos, como si la vida
fuera un paño absurdo de ruleta y por cada acto haya treinta y seis que no
fueron. Ni siquiera ameritan tantas variantes, si es que las noches son, en el
fondo, iguales, con idénticas figuras en desequilibrio por el exceso de polvo o
el maleficio de un silencio. Dispuesto a contar una a una las estrellas, un
viejo doctor se durmió en un banco de plaza, apenas lejano de las siluetas
precarias de varios puestos de feria. Ya se cruzó con uno de esos artesanos la
semana pasada, cuando por pura cortesía sacó su cuerpo a pasear un poco al sol
antes de saberse confundido, insultando a la oscuridad por su frustración
personal. Cual será ese antídoto para evitar que dos personas que sospecharon
quererse y se olvidaron se reencuentren sin quererlo y lo sientan de verdad,
sin imitar lo formal o el segmento leve de respeto que antecede a la
vulgaridad.
Palabras así hay a montones, si
hasta se pueden arrojar al piso para que crezcan más mientras se aguarda,
permanentemente se aguarda, el momento que nunca es justo para actuar, yéndose
de nuevo otra silueta que simula atesorar un grato recuerdo, pero no es menos
que un vil eclipse de perros.
EL ALCOHOLICO QUE PERDIÓ
SUS PIERNAS(acid jazz) 3:39
Nadie sabe
bien: se las olvidó o las dejó en concesión. Y yo que, humillado, vi el día y
me marché, ahora que lo escribo pienso tomar partido (qué otra cosa podría
tomar). El señor al que hago referencia no ha dejado líquido sin beber, más
bien creo que apostando la suerte de sus dos extremidades inferiores. Si se las
ganó un viejecito u otra bonita muchacha de esas que atesoran progreso, es
materia que excede mi percepción, tan cansina e imperfecta como un perro en la
intendencia.
Lo interesante sería saber qué fue
lo que hizo extensiva su historia y a partir de qué boca comenzó a propagarse
el rumor de esta extraordinaria defección. Integrante de una camada brillante,
podía sentirse un hombre de mundo pese a desconfiar de lo que lo rodeaba.
Enseñarle a ciertas novatas que la filantropía en los hacendados es una mera
maniobra fiscal; que el agua sola envejece antes que purifica los intestinos;
que la muerte es menos pesada que la libertad y otras sentencias posibles,
aptas para cualquier atardecer benigno. Con el mejor tono de crooner repasó
antes de averiguar, en voz alta, sitios donde podrían haber ido a parar sus
piernas; cada sitio refería a una determinada cantidad de personas, transeúntes
o desalmados, cansados de agitar el cuerpo por horas en lenta compostura que
deviene en el hurto final de la pareja. Como las piernas que deciden, si
quieren, evadirse por separado: la derecha más próxima a la azotea y la zurda
rozando el sótano.
Y si las vieran andar por ahí,
podrían distinguirlas, buscadas, por la torcedura. Por ser una más corta que la
otra aunque haya que tener muy fina la mirada para percibir la diferencia, sin
contar que se necesite un pequeño centímetro para corroborarlo. O si de golpe
un día, deja de sonar la música que tanto lo mambea, corroborando un espacio
invisible debajo de la cadera, en el centro de una ronda, sin una silla cerca y
con el recuerdo de aquel peluquero que debió jubilarse por unas varices
inminentes (también las piernas cejaron aunque luego de años de servicio). Con
mil caras sentadas, como indagando por la suerte y la gracia del alcohólico aquel que perdió algo más que la forma de caminar, sin la música tampoco que le
daba un poco de ritmo entre los vapores de su propia debilidad.